El pasado 12 de marzo – día mundial contra la censura en Internet – Amnistía Internacional volvió a sorprendernos con su ya habitual campaña online, este año puesta en marcha en colaboración con el bloqueador de anuncios AdBlock. La campaña, protagonizada por activistas como el exsecretario de la CIA Edward Snowden o las integrantes del colectivo punk ruso Pussy Riot, estaba formada por una serie de banners que redirigían a artículos firmados por los propios embajadores. Hasta aquí todo en orden.

Lo realmente novedoso (y lo que más conversación generó) de la iniciativa reside en cómo se sirvieron los anuncios: en lugar de comprar espacios, se utilizaron los que normalmente Adblock libera de “publicidad inaceptable”. Es decir, durante 24 horas la famosa extensión para Chrome y Safari no sólo bloqueó los anuncios de otras marcas, sino que los sustituyó por los de Amnistía Internacional porque consideró que el mensaje era lo suficientemente relevante como para que los usuarios tuvieran que ver su publicidad. El alcance estimado de la campaña fue de 50 millones de usuarios.

Como era de esperar, la iniciativa dio la vuelta al mundo y tanto Amnistía Internacional como Adblock recibieron aplausos aquí y allá. Pero, dejando a un lado la legitimidad o la creatividad de la campaña, el gesto de Adblock revela algo muy preocupante para la industria: la capacidad de los ad-blockers de sustituir anuncios a su antojo. O lo que es lo mismo, de convertirse en grandes redes publicitarias alternativas sin ni siquiera pagar por un solo espacio.

¿Dónde están los límites?

El caso de Adblock y Amnistía Internacional ha sido una excepción. Pero demuestra que la posibilidad de que la industria del ad-blocking se convierta en un negocio de “suprimir y remplazar” anuncios es más factible de lo que parece.

Recordemos que estas compañías se sostienen gracias a las cantidades de dinero que pagan algunos anunciantes para que el bloqueador haga la vista gorda y deje pasar su publicidad – algo ante lo que sus usuarios deben resignarse en pro de un bien superior. Pero, ¿qué pasaría si alguna de las partes implicadas quisiera dar un paso más? ¿Y si, en lugar de únicamente borrar su nombre de la lista negra, un anunciante pudiera  pagar al bloqueador de turno para que mostrara su publicidad en otros de los espacios que controla?

Bill Williams, director de operaciones de Adblock Plus, afirmó en un panel celebrado durante la pasada edición del SXSW, que “aunque no es el caso de Adblock Plus, la posibilidad está ahí fuera”. También declaró que la línea que separa un escenario de otro “es muy fina” y que “esos softwares deberían hacerse llamar costumizadores web en lugar de bloqueadores de anuncios”.

Eramos pocos y apareció Brave

Pues la línea es tan fina que parece que algunos ya se han atrevido a cruzarla. Hace unas semanas uno de los cofundadores de Mozilla – Brendan Eich –  presentó Brave: un nuevo software de ad-blocking que remplaza los “anuncios inaceptables” que bloquea por los de su propia red de anunciantes (que sí velan por la experiencia del usuario) y que además promete pagar a los usuarios por visualizar dicha publicidad. De los beneficios generados, Brave se queda con el 15%, mientras que aproximadamente el 55% lo cede al editor por haber utilizado su espacio (además de permitir a los usuarios donar su parte a la plataforma en la que han visto el anuncio).

La polémica no ha tardado en llegar y medios como el Wall Street Journal, el New York Times o el Washington Post ya han dado la voz de alarma. De hecho, 17 miembros de la  Newspaper Association of America (NAA) han mandado una carta a los fundadores de la plataforma en la que argumentan que “su plan de donarnos un porcentaje indeterminado de los beneficios generados por la venta de anuncios en nuestras plataformas no compensa la pérdida de la libertad para financiar nuestro trabajo mediante nuestra propia publicidad”.

Era cuestión de tiempo que el negocio de los bloqueadores de publicidad comenzara a diversificarse. Sin duda, la irrupción de Brave abre un nuevo capítulo en la historia de este acalorado debate. Ahora toca esperar las reacciones de los demás editores. ¿Alejará este nuevo software todavía más – si cabe – a ambos bandos? ¿O, por el contrario, habrá dado Eich con la fórmula para que bloqueadores, editores y anunciantes puedan convivir en paz?